No era ningún secreto entre mis amigos que buscaba, hace tiempo, volver a tener una moto para viajar holgadamente (con la XSR y su "depósito" es insufrible por el tema de los repostajes) y, sobre todo, con mi Inma, ahora que los nenes son mayores y no requieren tanta "monitorización". La Fazer, mi exmoto, la última de mi padre, sigue en perfecto estado pero con la idea de conservarla Forever no pensé en recuperarla para uso, digamos, más habitual, aunque durante estos últimos años la hemos sacado a pasear, a solas o a dúo, varias veces. Digamos que buscaba una nueva moto, de segunda mano, fiable y "razonable" para los dos objetivos que mencionaba antes.
No exagero, siempre me gustó la Tiger. Polivalente, suficientemente potente para viajar con decencia, bonita, manejable y bastante fiable (aunque tiene un talón de Aquiles, el regulador). Encima todo ello con una personalidad británica que me encanta. Recuerdo cómo "me presentaron" este modelo face to face. Ya la había visto docena de veces, al poco de salir al mercado, pero un par de años más tarde, quizá, en el taller de Neumáticos Richards (dónde Mario, no el de Ricardo que tiene el suyo en la calle Cartagena) me la encontré a corta distancia sin proponérmelo. El mecánico arrancó una moto justo a mis espaldas. El silbido me encantó. Antes de girar la cabeza pensé que se trataba de una pequeña deportiva, alguna R de 600 quizá. Cuál fue mi sorpresa cuando me encontré, negra, una Tiger de las primeras. ¡Ostras, qué sonido maravilloso! Ya ese "toque" me hizo mirarla con más cariño desde entonces...
Y sucedió que durante la primavera del año pasado fui haciendo "filtro" y entre las finalistas quedó una Tiger 800 del 2016 en buen estado, aunque con casi 70.000... a un precio muy razonable. Fuimos a verla y tras la inspección de turno me pareció que valía el número que pedían.
Pronto llegó a casa y tenía claro que lo primero seria cambiarla las ruedas mixtas que llevaba, ya bastante gastadas. La primera vez que monté con ella por mi viejo barrio, el ahora PAU de Carabanchel Alto, empezó a llover y pensé... "claro, como es una moto inglesa, ¡toca agua!" Apenas estuve veinte minutos a paso de caracol y solo me alarmó que el freno delantero estaba muy destensado, por lo demás me sorprendió lo ágil que era, ¡bien!, la buena posición para conducirla y el tacto de su motor. Y su sonido, claro...
Ya en las primeras salidas serias (por la zona de siempre, "mi" Sierra Oeste de Madrid), después de cambiarle aceite y filtro (no me fiaba aunque me la habían entregado "bien"), nos fuimos conociendo un poco más y cuando por fin conseguí ponerla en modo Rider comprobé que el motor no es un cohete precisamente pero tampoco un caracol, muy lógica y apta para casi todos los públicos. Me empecé a enamorar en secreto de su posición de conducción, cómoda pero nada burguesa, es decir, con las piernas y los brazos haciendo un triángulo que yo llamo "Sport Turing", con las estriberas, afortunadamente, nada adelantadas, ¡menos mal! Su agilidad me dibujaba una sonrisa en la cara... sus frenos, no, sus frenos van justos y eso que cambié pastillas, líquido y la moto ya venía con latiguillos metálicos. La Tigresa se detiene pero tengo que usar tres dedos en lugar de uno o dos como en mi XSR, por dar una referencia... y no puedes entrar colado en una curva porque no hay más freno que el que imaginas. Cambio y embrague me chiflan, suaves y precisos, ¡biennn!
Estábamos a mediados de junio, con esta moto en mi garaje, conociéndonos y yo con la mente cruzándola un viejo pensamiento clásico que predicaba y practicaba mi padre: ¡un viaje guapo para conocer bien tu nueva moto! Venga, a la Stella Alpina, vieja cuestión de honor que todavía debía afrontar y cumplir. Quería dejar allí, en lo alto de la montaña una foto donde salíamos mi padre y yo en 1987, en nuestra primera participación, con nuestra Guzzi 850. Esa foto está dentro de un metacrilato rectangular y ancho, imagino que durará varias décadas, ojala pueda medio enterrarlo algún día entre la nieve del Colle del Sommeiller... (3009 metros).
A raíz de estos pensamientos tan previsibles, preparé un poco el viaje, lo justo que pude y antes del segundo fin de semana de julio puse rumbo a la Junquera & Perpignan yo solo. La sensación era extraña aquel jueves: cuando pasé por el desierto de los Monegros no hacia calor, luego me interné por la zona de Manresa, Vic dónde me perdí durante más de media hora, por unas carreteras estupendas que me drogaron... Luego entendí en parte lo que me pasaba. Me era raro volver a la Stella Alpina yo solo, sí, debía ser eso.
Sin más historias llegué perfectamente a la Junquera y luego, ya en Francia, al Ibis que había reservado a las afueras de Perpignan. Quizá al día siguiente, cuando me juntaría con Pablo de los Tortugas, el viaje se haría más ameno (¡menuda sorpresa aquella novedad!) y mucho más divertido podría llegar a ser cuando, el sábado, pasáramos a ser tres o cuatro los integrantes de la "expedición", contando con Angel de Intefolio y Fernando, un amigo suyo.
Pero nada de eso sucedió porque cuando ese viernes me propuse poner rumbo a la zona de Montpellier y luego tomar rumbo a Briancón, en fin, la ruta típica que hacíamos hacia Bardonecchia, una llamada urgente y familiar me hizo replantearme todo el viaje. No seguiría en paz si no volvía a Madrid. Putada sí, inevitable además. Y en menos de media hora, tomé la decisión de volver a casa. Avisé a los dos amigos, Pablo y Angel, que esta vez no nos veríamos, ni a ellos ni a Teresa, cachis... pensé entonces que conseguiría llegar a los Alpes en moto en el 2024, o sea, ahora, en estas fechas que llegan... pero tampoco será así y, encima, hay problemas de organización y permisos para celebrar la Stella, ¡inaudito! No sé qué pasará finalmente pero cuando escribo esto la reunión está cancelada. ¿Cuándo hizo falta permisos especiales o una organización real para celebrarla? ¡Nunca! Ya nos enteraremos cómo termina esta historia pero pinta feo...
Y volemos a aquel viernes temprano. Como tenia muchas horas de margen, decidí alterar la ruta y volver por zona "cátara" (Languedoc) en lugar de volver a casa por la ruta más rápida. Ya había tenía suficiente autovía el día anterior llegando y pasando la frontera. En esas circunstancias la Tiger se muestra una gran moto. Su cúpula es efectiva y puedes mantener cruceros estables de 140/150 perfectamente. Tampoco es una gran bebedora y se muestra, además, como una moto estable y noble, vamos, que da gusto viajar así de cómodo y tranquilo. Antes de nada pasé por Perpignan, para darme un paseo con la moto por sus calles. Había madrugado tanto que pude desayunar en un bar, junto al río, disfrutando de mi habitual ataraxia y de un frescor agradable. No le di más vueltas al tema y me regalé una hora de "turismo" acercándome hasta el parque natural regional de Narbonnaise en el Mediterráneo. Pasada la hora larga, después de adentrarme en dos o tres pueblos algo misteriosos, tranquilos y con casi nadie en las calles, enfilé hacia el sur y luego hacia el oeste para enlazar con la bonita D117, camino a Quillan, otra localidad bien conocida del imaginario cátaro y templario.
Me relajé extraordinariamente, había que disfrutar todo lo posible del improvisado viaje que estaba construyendo. Cierto que mi plan original se había evaporado pero tenía un día y medio antes de llegar a casa. Viajar solo tiene sus ventajas, obviamente, una es que casi siempre haces lo que te apetece, no siempre, pero muchas veces. Pero también sucede, en ocasiones, que echas de menos compañía, contar con alguien cercano compartiendo la carretera y las vivencias que puedan surgir. De hecho, para este viaje, meses atrás, había surgido la posibilidad de contar con buena compañía. No pudo ser, o algo parecido, nunca quedó claro, pero yo sí tenía claro que lo haría solo o acompañado.
A pesar del límite de tiempo con el que contaba, me sentía libre para detenerme, visitar o cruzar los tramos que fuera eligiendo en live, ya me preocuparía más tarde por buscar dónde dormir. Gracias a mi mapa Michelin era muy dificil perderse, como os imaginaréis, y más por mi zona favorita de Pirineos y zonas más al norte aledañas. Y estaba claro que lugares "clave" pasaría a visitar aunque fuera solo durante unos minutos. Enseguida llegué al misterioso pueblo de Rennes le Chateau, ahora más turístico que hace décadas, por desgracia. Aunque llevan años restringiendo la entrada de vehículos privados, como no había nadie vigilando, pude ingresar un poco en sus calles, a bajas revoluciones, y admirar las ubicaciones típicas del pueblo... aunque no entré en la famosa iglesia, ese emplazamiento tan decididamente extraño y evocador que visitamos en el pasado varias veces. Si os pica la curiosidad es muy fácil informarse en internet de la historia de esta pequeña localidad y las misteriosas obras emprendidas por el cura que tuvieron a principios del siglo pasado, Bérenguer Sauniére.
Ya saliendo de vuelta, tuve que parar unos minutos de nuevo para regar el campo un poco, eligiendo para ello esta curva del camino donde una pancarta anunciaba un festival de cine para las fechas de agosto señaladas. Caminé una docena de metros detrás de esa vegetación y pude hacer alguna foto chula de la famosa Torre Magdalena, torre que forma parte del increíble edificio que mandó construir el párroco en sus días de misterio, posibles y extrañas decisiones que, por pura lógica, no podría llevar acabo ningún cura de pueblo normal y corriente.
A eso de las dos de la tarde volví a detenerme en el pueblo de Quillan, para comer en una terraza junto al río Aude, con un clima estupendo y una tranquilidad contagiosa. Devoré una estupenda ensalada y una cerveza más que decente. Quillan es una localidad digna de visitar por su castillo, sus calles y su naturaleza. Además, está cerca de la famosa ciudad medieval de Carcassonne y un montón de emplazamientos cátaros, principalmente castillos y fortalezas. A quién le apasione esta parte de la historia toda la comarca del Aude, todo el Languedoc, es de visita obligatoria.
Me detuve una media hora y algunos recuerdos golpearon la memoria. La última vez que estuve aquí fue junto a mi hija Laura, el día que subimos a lo alto con las cenizas del máster. Eso había sido en octubre del 2022, ahora estábamos en julio del año siguiente, ni un año había trascurrido. Con esa sensación agridulce y el corazón un poco tocado me volví a poner el casco para seguir navegando a ritmo tranquilo por aquellos parajes, ya tenía claro donde buscaría alojamiento, un conocido hotelito que nos encanta a toda la familia, en la localidad de Bélesta, retrocediendo algunos kilómetros. Como siempre, su dueño me trató de maravilla y pudimos hablar en español, aunque ya lo habla peor que su idioma de adopción. Pasé la noche tranquilo, después de un buen paseo por sus calles desiertas.