Al alcanzar la edad de la jubilación, la vida de muchos hombres se reduce a pasear sin rumbo, acudir a la consulta del médico con mayor frecuencia de la deseada ó encerrarse en los recuerdos de una juventud ya lejana. De esa juventud, siempre estará presente en mi recuerdo mi primer viaje motociclista por Europa.
Fue en la madrugada de un 18 de julio de 1973 cuando partía con una Ossa 230 Sport camino de París. Con una enorme bolsa de herramientas sobre el depósito de combustible, una indumentaria de motorista que hoy provocaría carcajadas y la firme convicción de que toda caminata comienza ineludiblemente con un primer paso. Tras aquel viaje vendrían otros por Europa, pero, como ocurre con el primera amor, esta primera vez jamás se olvida.
Hoy, en agosto pasado, treinta y cuatro años después de aquella aventura, repito viaje acompañado de mi hijo. Son las 15,30 horas de un viernes 10 de agosto. Estoy en Distrito C, en Madrid, esperando al “currante”, junto a mi antigua pero impecable Kawasaki GPZ 500. Sale por fin, arranca su Fazer 600 y partimos rumbo a Irún.
Nuestra “hambre” de moto nos hace imprimir un fuerte ritmo. Horas después, a eso de la siete y pico de la tarde pisamos el asfalto de la A-10 francesa, camino de Burdeos, parada prevista para finalizar aquella jornada.
Pronto comprobamos el respeto de los automovilistas franceses hacia los motoristas, incluso con el tráfico denso procuran abrir un pequeño pasillo para facilitarnos su adelantamiento. El límite de velocidad está en 130 y algunos radares, debidamente señalizados, nos alertan de los futuros peligros que podemos correr si nos emocionamos demasiado. Cuanto nos queda por aprender de Europa. O bien hay poco radares ocultos o bien no nos enteramos, apostamos por lo primero. La noche ya había caído y era una delicia conducir sin apenas coches a un crucero que oscilaba entre 150/170.
Después de preguntar a algún paisano, dejamos de dar vueltas por Burdeos y llegamos al Ibis a eso de las 23,00. Unas copas en una terraza cercana y de vuelta al hotel y a la ducha. Primera etapa del viaje saldada con 781 kms. recorridos, según nuestro parcial.
A la mañana siguiente, y tras un buen desayuno, emprendimos viaje a París. Breve parada cerca de Tours para repostar y comer. A primera hora ya estábamos entrando en la mítica ciudad del Sena. Esta etapa resultó ser la mas corta de este viaje, 601 kms. Al día siguiente, descanso para las monturas que tan extraordinariamente se habían portado en los casi 1400 kms que llevábamos recorridos. Así, como cualquier otro turista, recorrimos la ciudad en un bus-turístico. Señalar que todavía (¡increíble!) no nos había caído ni una gota de agua, ¿estaríamos en París realmente? Sí, lo estábamos. La primera parada fue en Los Inválidos, donde se encuentra la tumba de Napoleón. Ante el emperador era obligado hacer una reverencia. Su tumba, situada dos niveles bajo el suelo, obliga al visitante a inclinarse para contemplar el magnífico ataúd de porfirio rojo.
Catedral de Notre Dame, en su explanada, junto a la actual estatua ecuestre de Carlomagno, en 1314 moría en la hoguera, entre otros, Jacques de Molay, último gran maestre de la Orden del Temple. En su interior contemplamos sus extraordinarias vidrieras. Descubrimos con sorpresa una pequeña figura de Juana de Arco. Acusada por la Inquisición de brujería, la doncella de Orleáns moría en la hoguera con tan solo 19 años de edad. Siglos después, esa misma Iglesia que la condenó la hizo santa… Continuamos nuestra visita deteniéndonos en el museo del Louvre. Presidida su entrada por la gran pirámide de cristal que Dan Brown recrea en “El Código Da Vinci”, unas escaleras nos trasladan al vestíbulo central de museo. Tras visitar solo algunas de sus salas, compramos una lámina del cuadro de Nicolás Poussin “Los pastores de la Arcadia” como recuerdo de nuestro efímero paso por tan importante museo.
Fue en la madrugada de un 18 de julio de 1973 cuando partía con una Ossa 230 Sport camino de París. Con una enorme bolsa de herramientas sobre el depósito de combustible, una indumentaria de motorista que hoy provocaría carcajadas y la firme convicción de que toda caminata comienza ineludiblemente con un primer paso. Tras aquel viaje vendrían otros por Europa, pero, como ocurre con el primera amor, esta primera vez jamás se olvida.
Hoy, en agosto pasado, treinta y cuatro años después de aquella aventura, repito viaje acompañado de mi hijo. Son las 15,30 horas de un viernes 10 de agosto. Estoy en Distrito C, en Madrid, esperando al “currante”, junto a mi antigua pero impecable Kawasaki GPZ 500. Sale por fin, arranca su Fazer 600 y partimos rumbo a Irún.
Nuestra “hambre” de moto nos hace imprimir un fuerte ritmo. Horas después, a eso de la siete y pico de la tarde pisamos el asfalto de la A-10 francesa, camino de Burdeos, parada prevista para finalizar aquella jornada.
Pronto comprobamos el respeto de los automovilistas franceses hacia los motoristas, incluso con el tráfico denso procuran abrir un pequeño pasillo para facilitarnos su adelantamiento. El límite de velocidad está en 130 y algunos radares, debidamente señalizados, nos alertan de los futuros peligros que podemos correr si nos emocionamos demasiado. Cuanto nos queda por aprender de Europa. O bien hay poco radares ocultos o bien no nos enteramos, apostamos por lo primero. La noche ya había caído y era una delicia conducir sin apenas coches a un crucero que oscilaba entre 150/170.
Después de preguntar a algún paisano, dejamos de dar vueltas por Burdeos y llegamos al Ibis a eso de las 23,00. Unas copas en una terraza cercana y de vuelta al hotel y a la ducha. Primera etapa del viaje saldada con 781 kms. recorridos, según nuestro parcial.
A la mañana siguiente, y tras un buen desayuno, emprendimos viaje a París. Breve parada cerca de Tours para repostar y comer. A primera hora ya estábamos entrando en la mítica ciudad del Sena. Esta etapa resultó ser la mas corta de este viaje, 601 kms. Al día siguiente, descanso para las monturas que tan extraordinariamente se habían portado en los casi 1400 kms que llevábamos recorridos. Así, como cualquier otro turista, recorrimos la ciudad en un bus-turístico. Señalar que todavía (¡increíble!) no nos había caído ni una gota de agua, ¿estaríamos en París realmente? Sí, lo estábamos. La primera parada fue en Los Inválidos, donde se encuentra la tumba de Napoleón. Ante el emperador era obligado hacer una reverencia. Su tumba, situada dos niveles bajo el suelo, obliga al visitante a inclinarse para contemplar el magnífico ataúd de porfirio rojo.
Catedral de Notre Dame, en su explanada, junto a la actual estatua ecuestre de Carlomagno, en 1314 moría en la hoguera, entre otros, Jacques de Molay, último gran maestre de la Orden del Temple. En su interior contemplamos sus extraordinarias vidrieras. Descubrimos con sorpresa una pequeña figura de Juana de Arco. Acusada por la Inquisición de brujería, la doncella de Orleáns moría en la hoguera con tan solo 19 años de edad. Siglos después, esa misma Iglesia que la condenó la hizo santa… Continuamos nuestra visita deteniéndonos en el museo del Louvre. Presidida su entrada por la gran pirámide de cristal que Dan Brown recrea en “El Código Da Vinci”, unas escaleras nos trasladan al vestíbulo central de museo. Tras visitar solo algunas de sus salas, compramos una lámina del cuadro de Nicolás Poussin “Los pastores de la Arcadia” como recuerdo de nuestro efímero paso por tan importante museo.
Torre Eiffel, Arco del Triunfo y, de lejos, La Defense, centro financiero de la capital francesa. Un café cerca de la ribera del río, bajo el toldo de la terraza y, de pronto, comienza a tronar y a llover. Los ciclistas aceleran su paso. Los motoristas siguen su camino tal cual. Terminamos el café, pagamos y deja de llover. Caminamos un poco y de vuelta al hotel cerca de la plaza Cambronne. Finalizamos la jornada turística con una buena cena en una basserie. Llevábamos un par de días a base de pizzas y perritos calientes, nuestros estómagos agradecieron este pequeño homenaje gastronómico.
A la mañana siguiente abandonamos la ciudad por la Porte D’Orleans. Ya habíamos hecho la típica foto con las motos bajo la torre Eiffel (por cierto, gracias a nuestra fotógrafa y compañera improvisada, sin ella, no hubiera sido lo mismo). Dos visitas importantes nos aguardaban ese día: Montlhery y Orador-Sur-Glane. A pocos kms de la capital, por la N20, se encuentra el autódromo Linas-Montlhery. Nuestro deseo de visitar su anillo de velocidad fue una prioridad desde que, en 1962, la marca Bultaco desplazó hasta allí un equipo con la difícil misión de conseguir algún record de velocidad. Los pilotos encargados de intentarlo fueron Marcelo Cama, Ricardo Quintanilla, Francisco González, el gibraltareño John Glace y el francés Georges Monneret. El objetivo fue ampliamente logrado y la marca del dedo rampante regresó de tierras galas con cinco records mundiales de velocidad en su haber. Tras llegar al autódromo, aparcamos las motos y nos dirigimos a su entrada. Dos vigilantes nos impiden el acceso al mismo. Tras explicar a estos el largo viaje realizado y nuestro interés por visitar su famoso anillo de velocidad, los individuos se limitan una y otra vez a repetir e no podemos entrar al no ser horario de visita. Tras varios intentos, desistimos en nuestro empeño. Discutir con tontos siempre ha dado mucho trabajo porque no se cansan nunca.
Continuamos viaje a Limoges donde paramos a comer y, poco después, avanzamos por la n141 hacia Angouleme. Poco después, un desvío nos conduciría al pueblo Orador-Sur-Glane. Mientras visitábamos las ruinas del pueblo fantasma, tratábamos de imaginar lo sucedido aquel terrible 10 de junio de 1944, cuando la segunda división Panzer “Des Reich” de general alemán Lammerding cercó la pequeña localidad. Mientras una compañía de las SS incendiaba sus casas, la población era obligada a concentrarse en la plaza Camp de Foire. Los hombres, fusilados. Las mujeres y los niños encerrados en la iglesia. Una enorme explosión convirtió en escombro el templo terminando así todo vestigio de vida. Entre los cientos de cadáveres, un muchacho haciéndose pasar por muerto pudo salvar su vida. Robert Habras contaría años más tarde la masacre de aquel sábado negro. Finalizada la contienda bélica, el general De Gaulle, ordenó conservar sus ruinas para la memoria de generaciones venideras y en recuerdo de sus 642 mártires. En 1953 se inauguró el nuevo Orador y el museo Village Martyr Centre de la Memoire. Abandonamos la villa entristecidos. “El hombre es bueno, los hombres, no”.
Nuevamente dirección Angouleme, vamos ya en reserva. La tarde está cayendo y las gasolineras están ya cerradas, un contratiempo típico en el país vecino. Encontramos en un hipermercado una gasolinera self-service. Aliviados, introducimos nuestras tarjetas de crédito en la máquina y esta las expulsa repetidamente. ¿Ubicados en una gasolinera y no podemos repostar? Afortunadamente, la llegada de un motard salva la situación. Este, al ver nuestro problema se ofrece a dejarnos su tarjeta. Tras abonarle en metálico el importe, nos informa que, excepto en autopistas, el resto de gasolineras se cierran por la tarde. Nos despedimos de el y nuevamente nos sentimos orgullosos de formar parte de la gran familia motociclista. Tras rebasar Angouleme paramos a cenar. Cien kms más adelante, Burdeos de nuevo, fin de la etapa, tras unos 652 kms de ruta.
Hoy, ya 14 de agosto, será nuestro último día de viaje. Setecientos y pico kms más adelante nos espera Madrid. Lo mas reseñable del día, el magnifico paisaje en Hondarribia, el mar y el enorme calor rumbo a casa. Horas después, última parada en el puerto de Somosierra. Repostamos mientras nos preparan unos bocadillos en la cafetería. Una mirada a través de la ventana de la antigua gasolinera, la misma en la que treinta y cuatro años antes, había parado para reponerme del frío intenso de aquella madrugada en la que comencé mi inolvidable viaje con mi Ossa.
De aquel viaje, infinidad de anécdotas, algunas de ellas recogidas en el librito “memorias motociclistas” escrito como parte del legado que dejaré a mis nietos. De entre las anécdotas de aquel primer viaje, por ejemplo, el paso por las Landas, entre infinitos pinos. Las largas rectas de esa región y el corto desarrollo de la motocicleta que ocasionaba que, con relativa frecuencia, el motor se pasara de vueltas, circunstancia que a su vez ocasionaba unas fuertes vibraciones que aflojaban la tuerca que une el cilindro con el codo del escape. En una de aquellas paradas para apretar la tuerca aproveché para repostar. Y el primer contratiempo. Al solicitar gasolina mezclada con aceite, el operario no me entendía –ni yo a él, claro- y se empeñaba en servirme solamente gasolina. La llegada de una señora en Mobylette fue de gran ayuda. Al ver el problema se acercó y diciéndome “melange de temp” me indicó el surtidor dónde repostaba su velomotor. Tras darle las gracias me aprendí aquella frase, cosa que fue de gran ayuda el resto del viaje.
Otra anécdota curiosa fue la ocurrida cerca de Tours. Llegando a esta ciudad observo que, delante, llevo un motociclista que va rodando entorno a los 100/110. ¡Recordad que estamos en el 73, otra realidad! Animado por su presencia acelero y me situó a su rebufo. El conductor y su moto, con matrícula de París, acelera su marcha pero yo continuo pegado a su rueda trasera. Así llegamos a una serie de escaléstris. En una curva a izquierdas le rebaso perdiéndole de vista en mi retrovisor. Orgulloso de aquella pasada, pasan los minutos y empiezo a ver familiar aquel tramo de carretera hasta que a la vista de cierta gasolinera Castrol en la que había repostado una hora antes decido parar y preguntar si iba en la dirección correcta. La respuesta es que si continuo llego a los Pirineos, no precisamente a la capital gala. Duro golpe para mi ego. En aquel rifi-rafe había perdido la orientación… la emoción, sin duda.
Horas después llegaba a París, a su periferia, a la pequeña casita dónde vivía el tío Eduardo. Durante unos días fui su invitado. Jornadas que pasé en su compañía, dedicadas también a repasar la Ossa y desarrollar largas tertulias. Una vez más me contó su viaje de París a Albacete, allá en el 27, incluido su accidente en Burgos –reventó una rueda-. “Contratiempo” que le obligó a hacer más de seiscientos kms con un brazo ¡en cabestrillo! Por las noches, en compañía de sus hijos, descubría el lujurioso “Paris la nuit”. Días felices y triste despedida del tío Eduardo. Debido a su avanzada edad posiblemente no volveríamos a vernos, como así sucedió.
Afortunadamente, nunca muere lo que no se olvida. Mi viaje de regreso también estuvo plagado de anécdotas, quizá la más significativa, por su dureza, fue la ocurrida saliendo de Burdeos. Una fuerte tormenta se desencadeno y en pocos minutos me encontraba calado hasta los huesos. Paré en una gasolinera con la confianza de que la tormenta no duraría mucho. Media hora después continuaba aquel diluvio y, por miedo a encontrarme la frontera cerrada, decidí seguir. Poco después empecé a notar falta de sensibilidad en las extremidades. Era tal el sufrimiento de conducir bajo aquellas circunstancias que incluso –no me avergüenzo en confesarlo- llegue a orinarme en marcha. Aún así, lo peor estaba aún por llegar. Una vez más la ley de Murphy se cumplió. Falsas explosiones del motor hasta que este enmudece. Tras quitar la bujía comprobé que no saltaba chispa entre sus electrodos. Resignado busqué cobijo bajo unos troncos talados que esperaban su traslado a la serrería. Pasé un buen rato en aquella pequeña cavidad, protegido de la lluvia y aterido de frío. La providencia hizo que un motorista con una pequeña Honda 125 se detuviera junto a la Ossa. Al verle salí del improvisado refugio y tras explicarle el problema, sacó de su bolsa de herramientas un par de trapos secos y un spray antihumedad. Tras secar lo mejor que pudimos la instalación eléctrica y la bobina, una amplia rociada de aquel spray y poco después volvía a rugir el motor. Decidimos continuar el viaje juntos por si sucedía algo y así llegamos a Bayona dónde este amigo tenía su casa. Me invito a pasar la noche pero tenía prisa, así que, tras despedirme de aquel buen samaritano, continué hacia la frontera. Algo había aprendido de aquella situación, en la vida hay que aprender a sufrir para sufrir menos.
Por fin llegue a la frontera, el paso de la misma lo hice sin problema en la parte francesa, incluso ni me hizo falta mostrar el pasaporte. Desgraciadamente, el paso por la nuestra fue más complicado. Me pidieron que me quitara el casco para comprobar si aquel pasaporte correspondía a mi persona, después un pequeño interrogatorio… ¿a dónde va? ¿de donde viene? ¿qué lleva en esas bolsas? Cuando me obligaron a enseñarles el contenido, lo primero que les mostré fue unos calzoncillos sucios. Esta demostración bastó para terminar el registro no sin antes añadir “Y ahora, derechito a Madrid, ¿eh?” En Irún paré a dormir, había sido un día muy duro y necesita un descanso. Así, tras tomar una habitación en un pequeño hotel, y cuando me disponía a tomar una ducha, yo mismo me asusté al observar en el espejo mi aspecto. La cara tiznada y sucia salvo el pequeño espacio que había ocupado las gafas. Demacrado, ojeroso y con barba de varios días. Por un momento hice mía el aforismo del gran filosofo alemán Nietszche “Lo que no me mata, me fortalece”.
Ahora, ya en el 2007, en Somosierra, la llegada del camarero con los bocadillos provocó que mis pensamientos volvieran a la realidad. Tras devorarlos con extraordinario apetito emprendimos los escasos noventa kms que nos separaban todavía de casa. En total se iban a recorrer unos 2799 kms sin incidencias mecánicas ni padecimientos de frío o lluvia. El extraordinario comportamiento de las motocicletas, los “eternos” kms de autovía y la ausencia de problemas hizo, quizá, un poco descafeinado este viaje, lo admito. Aunque lo mejor había sido compartir junto a mi hijo este viaje y la satisfacción de comprobar que él ha heredado mi pasión por el motociclismo de carretera. Durante años le conté las “aventuras” de aquel primer viaje por Europa, a partir de hoy, será él el encargado de contar a mis nietos el viaje que realizó con su padre la capital de la luz en pleno 2007.
COMPARATIVO :
1973 - OSSA 230 Sport - 25 cv - año matriculación 1969 - edad piloto 29
2007 - KAWA GPZ 500 - 64 cv - año matriculación 1991 - edad piloto 63
Luis Fernández Sr. (padre de la criatura)
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