MARZO 2007 - Riaño "beach" y la vida del guerrero



Mira que está manida la frase aquella de "la realidad siempre supera a a la ficción" pero, con los años, veo que no por ser un tópico deja de ser una afirmación acertada, ideal para ilustrar en pocas palabras lo que nos vamos encontrando por el camino en ocasiones. Claro que para ello, como dijo el poeta, hay que dar un primer paso, andar, o, en nuestro caso, para ser más exactos, rodar.

Hoy voy a contar una pequeña anécdota que nos pasó hace algún tiempo camino de una concentración en Arriondas (Asturias). El viaje, chulo y entretenido ya en papel, se convirtió, con el paso de las horas, en una auténtica pequeña aventura, que, para variar, nos sacó del habitual "tedio" de los viajes ruteros (ya de por si, casi siempre, muy entretenidos).

Erase una vez dos motos, una pequeña GPZ y una Fazer, que salen de Madrid camino de Arriondas para participar en una reunión que celebran allí. Finales de marzo y la televisión habla de mal tiempo por el norte. Bueno, ya son muchas granizadas, lluvias y hasta truenos a las espaldas, es normal que si juntamos “invierno” y “norte” pasen estas cosas. Nos conformamos sabiendo que llevamos el traje de agua a mano. Traje, traje, motero y bonito, no esos trajes de capitán “Pescanova” que llevaba de joven (joder, ¡vaya modelitos íbamos luciendo por la vida, ja,ja!, todavía tengo fotos por ahí con mi pantalón y botas de la mili junto a mi chupa de cuero, de "muete").

Pues nada, salimos con un sol impresionante, dirección León. Algo antes, en Mansillas de las Mulas (tela con el nombre), nos desviamos para recoger otro integrante del viaje, autor de unas fotos fenomenales que nadie imaginaba fueran a tomarse. Proseguimos la ruta sin más distracción que el fuerte viento y el tráfico. Empezamos a llegar a Riaño, esa zona montañosa tan impresionante y, según avanzamos, la temperatura va descendiendo y el cielo se vuelve a cada kilómetro más gris y sucio. Está claro que va a llover o nevar. Algo "gordo" va a pasar. De repente las primeras gotas, aunque no es agua exactamente, parece nieve o granizo. De repente empieza a nevar “a saco”, bajamos notablemente la velocidad mientras el pavimento se empieza a humedecer en serio. Bien, habrá que parar a ponerse los trajes, pienso sin muchas ganas. Nos vestimos todavía más de “romanos” y arrancamos mirando las nubes. Aquel cielo no puede traer buenas noticias, la cosa acaba de empezar. Pronto el viento azota más fuerte y los copos de nieve ya son "tochos". Volvemos a bajar la velocidad de “crucero” a casi 30/40 km/h, las viseras empiezan a empañarse ya en serio, ni un solo coche alrededor y un horizonte gris como mi traje de los domingos.

Cerca del puente que hay antes de Riaño, encuentro un túnel, pequeño alivio. Limpio la visera porque no empiezo a ver gran cosa. Justo en ese momento me rebasa un automóvil con las luces puestas. No pierdo oportunidad y arranco para seguirle. Vano intento. En quinientos metros ya le he perdido. Al llegar a Riaño la cosa ya se pone seria. Aparte de la “peazo” nevada que está cayendo la niebla empieza a actuar a su antojo. Levanto la visera para poder ver pero el aire me destroza los ojos. La cierro y descanso pero dejo de ver. Ese va a ser ya el problema número uno, la falta de visibilidad.

Mientras tanto, mi padre sigue su periplo a su “bola”, posiblemente a 60/70 km/h, después de dos o tres curvas, empiezo a perderle. La niebla se hace más densa y voy prácticamente a cero por hora empezando a preguntarme cuanto aguantaremos en pie. El asfalto ya está completamente blanco pero la capa es fina y la moto casi ni se mueve. Ese no es el problema. ¡El problema es que no veo un carajo! Llevo la moto con una mano casi todo el rato para, con la otra, poder levantarme la visera. El caso es que no puedo mirar de frente más de unos segundos, el aire sopla fuerte y destroza los ojos. Así que tengo que mirar hacia abajo, una cosa extrañísima, vamos, que veo la rueda delantera y apenas tres o cuatro metros por delante, no exagero. Si miro de frente me acribilla el viento y lo que escupen las putas nubes. Mientras, mi pasajero comenta lo “entretenido” que está siendo este viaje... ¡madre mía, qué adjetivo más plausible! Empiezo a sacar los pies en algunas curvas, ya no veo casi nada, le digo que voy a parar. La GPZ desapareció en el “vacío”, su luz roja trasera dejó de verse hace toda una eternidad.

En una curva a derechas decido parar, no tiene sentido jugársela a lo tonto. Se que cualquier caída sería muy leve pero no quiero imaginar qué podría pasar si nos cruzamos con otro vehículo mientras "esquiamos". Empiezo a frenar y meto punto muerto, la moto está casi detenida en la cuneta derecha cuando saco el pie del estribo y lo apoyo en el ¿asfalto? Mal hecho, la caída se prolonga unos largos segundos. Es como a cámara lenta, lenta sí pero segura, no hay AC. Farias que salve la "derrapada". Aunque suene algo bravucón debo reconocer, porque es cierto, que me dio tiempo a tomármelo con calma: aviso oralmente que nos vamos a caer en segundos mientras, con la mano izquierda (la derecha seguía rozando la maneta del freno), intento pulsar el cortacorrientes, ya sabéis, el botón rojo. Plaff, caemos en silencio como los bolos de la bolera. A mis espaldas ¡se ríen!, y no es una pose, sé que es un sentir genuino; yo sigo flipando tranquilamente. Al final hasta sonrío, total, por fin ha terminado esta pequeña pesadilla matinal. Luego recuerdo que cuando era más joven (ummm, que poco me gusta decir eso, parece que uno ya ha vivido muchas cosas) no le hubiera dado tanta importancia. ¡Será la edad! Una vez repuestos, hacemos fotos. El abuelo debe estar casi en el puto puerto del Pontón, no quiero imaginarme cómo deben estar allí las cosas.


El destino es caprichoso, y como decía antes, la realidad suele superar a cualquier ficción imaginada. No pasan ni diez minutos cuando escuchamos a nuestras espaldas un vehículo. Miramos y vemos una furgoneta grande blanca. El buen hombre para enseguida al vernos. Se baja para preguntarnos cómo estamos. Le contamos que vamos a Arriondas. Casi se ríe pero nos desaconseja proseguir, sabe que más adelante será difícil incluso para él, no por la nieve sino por la espesa niebla. Le pedimos que, por favor, si ve un motorista mayor con una moto pequeña negra le avise de que estamos bien pero más atrás, esperando, que de la vuelta. Sopesamos la idea de subir la moto a su furgoneta pero no tiene sentido. Si el puerto va a estar mil veces peor solo tendríamos una vuelta aún más larga. Nos despedimos y volvemos a esperar.
Pasa casi media hora y, después de hacer algunas fotos, por fin oímos el característico sonido de la vieja Kawa. Ahí viene el “cromagno” de mi padre, qué tío, vivo y “coleando”, casi impoluto (si no fuera por la nieve acumulada en sus brazos, cúpula y piernas). Se detiene como cuando paras en la plaza de un pueblo, ante varios autóctonos, para preguntar una dirección. Se levanta la visera y dice que se dio la vuelta porque no veía nada y no nos veía cerca. Además, iba una furgoneta pitándole y dándole las largas e imaginaba que era por nosotros. Que el conductor le soltó el mismo discurso que el que nos regalo minutos antes: imposible continuar y menos sobre dos ruedas. Le pregunto como iba él en la moto. “Bueno, solo se ha movido de atrás un par de veces, iba despacio y creo que podía continuar pero al ver la furgoneta...” Me lo creo porque le conozco. Nunca sabremos –afortunadamente- que hubiera pasado de continuar hacia delante. El caso es que, con buen criterio, decidimos volver a Riaño y reponer energías. Es casi la hora de comer y necesitamos secarnos y volver a planear el fin de semana. Está claro que a Arriondas no llegaríamos. Tal vez si hubiéramos subido por León y Oviedo hubiera sido distinto pero habíamos elegido esta ruta deliberadamente para disfrutar de sus carreteras. Y ya creo que lo disfrutamos pero de una manera “diferente” a la prevista, ja,ja.


Mereció la pena por lo que yo llamo, cuando me pongo algo melodramático o épico, “la vida del guerrero”. Acababamos de disfrutar de una hora larga de "lucha". Cuanta gente estaría a esas horas viendo la tele, calentitos, "a salvo". Pero no cambiaria aquel día por ninguna jornada en un hotel de cinco estrellas. Hay momentos que son irrepetibles. Hoteles hay muchos y fiestas alegres también. Carpe diem. Siempre recordaré momentos chulos como este y "guerreros" como aquellos tres ¿valientes? que hicieron que aquel sábado fuera tan especial. Fue un día perfecto para nosotros, no necesitamos lujos, fama, comodidades o demasiado dinero para ser felices, viajar en moto siempre será una gozada (¡eso espero!). El destino del viaje, como veis, era lo de menos, casi siempre es solo la excusa.


Pero quién se lo iba a imaginar... aquella anécdota matinal era lo mejor del viaje pero las aventurillas no había concluido. A esas horas no teniamos ni idea que, poco después, estariamos recorriendo los bellos parajes de la zona y visitando los preciosos pueblos de Boñar y, sobre todo, La Vecilla. Y, de nuevo amigos, quién se iba a imaginar que, visto los problemas con los carburadores que adoleció al día siguiente la GPZ, terminaríamos la noche del 1 de abril en León, entre nazarenos, beatonas y policía (vamos, mis "ídolos"). Aquella noche -imprevista- terminariamos saliendo con unos amigos a tomar unas copas. Casi todos iban disfrazados de nazareno (venian de las procesiones), pero mi caso fue peor ya que no llevaba ropa "normal" y me toco lidiar aquella velada vestido de cordura, con mis botas Alpinestars bien puestas, entrando y saliendo de varios pubs y bares, aunque debo reconocer que con el follón que había en la ciudad solo era un "friki" más del paisaje urbano.
Lo dicho, aquel conjunto de anécdotas me demostraron, una vez más, que sí, que la realidad suele superar nuestra imaginación, si me permitís la exclamación, ¡afortunadamente!

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