Cuando el vicio se convierte en veneno...


Despertó pero no recordó.
Los párpados pesaban quintales pero la luz inundó su vida de nuevo mientras una danza confusa de sensaciones microscópicas conquistaba tímidamente el resto de sus sentidos. Voló fuera de su cuerpo pero aún no lo sabía, aún no recordaba. No sabía nada. Lo único que comprendía, poco a poco, es que le rodeaba un tenue verde y blanco desconocido. Era como una bruma, un decorado. ¿Estaría muerto? Solo faltaba, quizá, el oscuro barquero, el que cobra las monedas para pasarte a la otra orilla. Tardó seis minutos o seis horas en darse cuenta de donde estaba. Primero buscó su cuerpo. Seguía volando en círculos imaginados como un perro sin su hueso... pero veía cosas. Lo descubrió abajo. Su cuerpo estaba atado a una cama. Salían tubos de su cabeza y varias vías drenaban sus brazos. La visión pronto se esfumó, su vuelo finalizó, su ¿consciencia? regresaba al cuerpo físico. Solo podía escuchar un murmullo distorsionado pero en su cerebro una voz se lo dijo. Los párpados cayeron sin remedio pero la primera chispa de conocimiento llegó nítida: obviamente estaba en un hospital.

Pasaron años o siglos o tal vez solo minutos hasta que pudo centrar un poco la mirada, volvía a ser medio humano. Entro una mujer mayor por una puerta que no había visto y la cortina osciló levemente, se estaba acercando. Miro un monitor que no había descubierto antes y luego se fijó en él; dijo algo pero no supo qué. Mucho después percibió que su garganta y su lengua estaban secas. Volvían a la vida, como él y reclamaban clemencia. El dolor y el cansancio le vencían y volvió a dormir durante otro par de días con sus noches, según contaron luego.

La siguiente ocasión fue parecida pero todo sucedió más deprisa. Encontró sus brazos desde dentro, notó que su piel volvía a sentir sensaciones. Ya no volaba por la habitación, la realidad se estaba imponiendo y le anclaba a su magullado cuerpo gracias al dolor y a una incipiente desesperación. Lo peor era no saber nada. La garganta volvía a doler pero no podía parar allí, un nuevo dolor atenazaba ahora sus sentidos: su pecho no era el mismo, algo había pasado allí dentro. Quizá habia explotado como en la película de Alien. Sonrió timidamente en su imaginación. Su cabeza estaba vendada pero no llevaba casco. Volvió a sonreir hacia dentro. Semanas después conseguían levantarle y empezó su justo calvario por idiota. Durante muchas mañanas y muchas tardes estuvo a menudo solo pues, como bien sabéis todos, nada hay como tener una desgracia para quedarte más solo que un intelectual en Tele5. Como hizo Platón cuando anunció que dejaba de celebrar banquetes y fiestas, cuando dejaba de ser poeta generoso para convertirse en filósofo y hombre gris, al final solo quedaron alrededor unos pocos, los verdaderos amigos. La rehabilitación fue dura y solitaria. Los ecos de sus actos resonaba en cada rincón, tanto por la mañana como por la noche. La amargura y el dolor le condujeron a otro sendero. Con el tiempo se sintió ligeramente afortunado y comprendió que todo aquello le había hecho más sabio. Vale, jamás habia temido a la muerte pero era de imbéciles buscarla con tanto ahínco. Cada cosa tiene su momento..., “Que poco apego a la vida” como diría Santi, pues sí, así era aquel hombrecillo. No importa lo fuerte que pegues, el destino te la puede devolver doblaba. Y el asfalto siempre, siempre es más duro que tú.

Meses después, un buen amigo al verle recuperado en el patio de casa se acercó y le dió un abrazo. Le dolió tanto como le gustó, paradoja que luego celebró con un vodka con naranja y la compañía de otros vecinos. El primero que le saludó no recordaba lo de las costillas y su abrazo cariñoso casi le parte en dos. No se quejó mucho pero se le escaparon unas lágrimas por motivos antagónicos, dolor y alegría. La cojera dejó de ser visible y las manos volvieron a coger cosas. Un día de aquel verano, salió de casa incluso, con ellos, los vecinos, a por unos pollos asados. Iba sin camiseta, ya sin muletas, con las vendas y alguna escayola en el brazo. El fuego del sol también le habia hecho mella, estaba rojo como un guiri en una playa española. En resumen, parecia Hellboy, ese irónico diablo rojo de los comics, curioso diablo versión española eso sí... El pantalón corto era casi denunciable y se dejaba ver el bañador mojado debajo, todo un cuadro. Le daba igual, era feliz, por un rato fue la sensación del barrio. Las inconquistables clavículas seguían soportando toda la dignidad de un cuerpo maltrecho pero vivo. Eso ayudaba. Durante aquellas semanas, tuvo mucho tiempo para recordar y para valorar. De hecho, qué bien supo aquel día el pollo asado y las cervezas frías, ¡volvía a disfrutar de cada momento!

Y comenzó a hacer algo que llevaba años sin hacer… pensar con calma.

Fue honesto consigo mismo y valoro sus recuerdos. Primera conclusión: sí, había perdido el sentido de valorar lo humano. Se había comportado como un enfermo, como un obseso, como una máquina que amaba a otra máquina. Lejos de la bonita simbiosis del hombre-moto que había admirado de niño (aquellos pilotos con sus enormes carenados que envolvían su rueda delantera en los años 50 donde no sabías donde terminaba el hombre y comenzaba la máquina), nuestro protagonista se había convertido en un peligroso endemoniado solitario.

Casi había olvidado el sabor de un helado, de una mirada cálida, de una juerga. Casi había olvidado la satisfacción de leer un libro interesante en apenas tres días. Había desperdiciado algunas conversaciones y algunas posibles relaciones por rendir pleitesía, día tras día, a su gran pasión… no, a su reciente obsesión.

Había cruzado la frontera, esa de la que pocos vuelven... y había sobrevivido, ¿por qué? Siguió recordando su pasado: había dejado de dibujar, de regalar sonrisas sin pedir nada a cambio. Mantenía el contacto con la familia pero ahora se arrepentía de no haberles dedicado más tiempo. De no haber ido más veces al cine o de no haber vuelto al Auditorio como prometió una vez a sus padres...

Hasta las rosas que un día regaló a las mujeres que realmente le habían importado habían dejado de estar presentes en su memoria. Todo era pasto del pasado. En aquellos días de locura estaba casi vacío. No era nadie, un indígena bípedo, no solo un inadaptado (casi un piropo en estos tiempos). Todos sus sentidos estaban enfocados en la carretera y en la velocidad. Cada centímetro del cuerpo, cada célula aspiraba a más. La trampa estaba accionada, solo era cuestión de acercarse lo suficiente, hoy o mañana. Escuchaba, moviendo la cabeza afirmativa la diferencia, la gran diferencia entre pasión y obsesión… pero luego se olvidaba.

Recordaba bien los motivos: la incertidumbre de no tener demasiado claro que te encontrarás después del rasante o de aquella curva rápida, la satisfacción de rozar hasta con las orejas, la emoción de apurar hasta el infinito aquella frenada favorita, volar bajo una y otra vez adelantando a todo lo que te encontrabas, notar como se aplastaba la cubierta delantera, como se hundian las suspensiones armónicamente, rozando el límite, como derrapaba el neumático trasero siempre al borde del caos... sentir el poder, todo el poder, en tu mano derecha... sentir cada latido por encima de las 160 pulsaciones, dejar de pensar y solo rodar con la intuición.... vivir cada segundo lo que otros no viven en media vida, sí, sí, sí... Porque para ti rodar no era simplemente una cuestión de diversión, realización personal, desafío o deporte, era algo más... Los dedos acariciando la leva del freno no es más que tu hilo a la vida. A veces funciona. A veces se rompe. Correr en circuito es fácil. Sí, en ese sentido, es fácil. Correr de verdad era apostar por pistas de tres metros de ancho, una ladera a un lado y un montículo, el guardarraíl o el vacío al otro. Es saber que cualquier fallo, relativamente relevante, supone una buena hostia como poco. La adrenalina inundando tu ser, tu cabeza, tu corazón. El pulso y el potasio hacían su trabajo, ¿verdad? Era una droga. Limando tiempos y cultivando obsesiones personales, casi creyéndote un pequeño dios de la velocidad. Siempre con buenas intenciones, quién lo duda. Imbécil legendario, quién lo duda.

Cuando el vicio se convierte en veneno solo es cuestión de tiempo de que acabe contigo. No importa lo fuerte que seas. No importa tu afición, tus principios, tus ideas, tu dinero, tu talento, tu salud, tu fortaleza…, nada, todo es inútil… te atrapa y acaba contigo. Cuando se bombea algo más que pasión y concentración, antes o después, el veneno te deja frito. "Para las rectas motores, para las curvas cojones" era uno de sus lemas... sí, vale, pero hasta cierto punto le decían.

Y en sus recuerdos llegó, por fin, el momento de la inflexión: el accidente. La derrapada, el vuelo, la caída, el impacto terrible. El chasis partido como mudo testigo, en la cuneta, cerca de la cumbre de aquella montaña. Si jugáramos al juego de la sinceridad brutal (sea racional o irracional) la respuesta es casi previsible: realmente, volvería a hacerlo, sí. Dale la ocasión, dale la ocasión... si estuviera de nuevo alli volvería a hacerlo con las mismas ganas... pero con otra actitud: con un poco más de cuidado, con más talento, con más respeto hacia su moto. Caerse sirve para levantarse más sabio, sí, pero, en ocasiones, puede que no te vuelvas a levantar del suelo.

Ahora, tantos años después, sigue adorando las carreteras de montaña y las sinuosas curvas de los valles o puertos. Como dijo un amigo suyo, el caballero del pájaro negro... me gustan los circuitos, por supuesto, pero la tensión, los requisitos y la adrenalina de un buen tramo de montaña es insuperable para algunos. Los minutos que estuvo clinicamente muerto su vida estuvo en la balanza, bajo juicio, seguro. Quizá suene a bufonada pero es posible, solo digo que es posible, que muriese realmente aquel día. Como le pasó a Napoleón dentro de la Gran Pirámide o, dicho por él, a Wayne Rainey en Misano. Pero rogó al destino (Rainey lo hizo a Dios) para que le concediera una oportunidad más de ver a sus seres queridos. Y un hilo de luz, el mismo que le iba a recoger, le escupió hacia el mundo y le permitió abrir los ojos antes de desmayarse. Visitó a San Pedro pero no le dejo entrar, le echó. Tal vez por alguna razón importante se le concedía otra oportunidad. No lo sabemos todavía.


Desde aquel verano, casi un año después del accidente, nuestro protagonista cambio algunas pautas pero dejó intacta la esencia. La pasión siguió pura e incluso creció en su interior pero la puerta hacia la locura y la trampa fue tapiada con gruesos ladrillos de astucia y prioridades. Cuando has cruzado alguna dimensión te vuelves más puro, dentro de lo humano. Todo está más claro. Por eso te ríes o sufres cuando te acusan de alguna mediocridad, de alguna mentira de tebeo. Muchas cosas cambian después de esas experiencias. Ya no tienes necesidad de hacer dobles juegos, desprecias las miserias y ves cómo se complica la vida deseando cosas que no necesitamos realmente... Nuestro amigo volvió a pedir el café en los bares “caliente como las mujeres”, volvió a disfrutar de sus antiguos hobbies para rellenar su tiempo, volvió a valorar las cosas pequeñas que nunca debieron desaparecer de su vida. Luego hubo más cambios y fue feliz durante unos años haciendo una vida, digamos, “normal”. Fue un bálsamo increíble que le hizo mejor persona. No habló de su renacimiento con nadie que no lo necesitara. Volvió a rodar con asiduidad pero dejó de picarse con su sombra o de responder sí o sí a los típicos jovencillos sin miedo. Ahora podía decidir cuando y cómo. Seguía amando las mismas sensaciones pero las ganas le inundaban de otra manera: ya no era veneno lo que latía por dentro, solo vicio, puro vicio, libre y sin concesiones pero solo eso, vicio con chispas de locura. Tal vez muriese con las botas puestas algún día, por qué no, pero no buscaría a la parca día tras día, esa etapa quedaba atrás para siempre. Y escribió en su diario... "La diferencia entre el valiente y el loco es que el primero sabe cuando no merece la pena arriesgar. Para ganar una carrera primero tienes que terminarla".

No caigas en la trampa, amigo mío.
Lo de morir joven y dejar un bonito cadáver es una soberana gilipollez. Todavía quedan muchas cosas por hacer, muchas curvas y amistades que disfrutar. Para ello necesitas seguir en este mundo.

(Agradecer a Mónica su hermosa fotografía tomada en un precioso atardecer de mayo en el circuito de Albacete).

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